Racismo en Ecuador: la historia de los monstruos

Por: Marco Panchi J.

El monstruo tiene muchos rostros. Es aquello que está por fuera de la normalidad, que es extraño. La primera forma de reconocer al monstruo es que no se parece a nosotros, es más feo, o es ridículo, o es grotesco e incomprensible.

El racismo, aunque suene extraño, es también la narración de un cuento de monstruos que, en Ecuador, son los pueblos y nacionalidades indígenas. El Gobierno y los medios de comunicación nos dicen cómo debemos identificar a los monstruos. La alianza de política e industrias culturales ha proporcionado la que quizás es la imagen más frecuente del racismo ecuatoriano, la que nos dice que la o el indígena son monstruos por ser inferiores. En esta versión del cuento, el monstruo es ignorante, salvaje, antiestético, antihigiénico, alcohólico, su habla y su imagen son material para burlas. Además, es un monstruo que no para de reproducirse.

El monstruo que el racismo nos cuenta aquí, es una figura graciosa, indigna de dedicarle tiempo a comprender su historia y cultura. Para representar al monstruo todo se reduce y estereotipa fácilmente. Los más pueriles humoristas ecuatorianos han aprovechado esta historia para representar al monstruo, ocupar diversos espacios mediáticos y ganarse unos cuantos dólares o seguidores.

A veces el racismo también inventa una historia de monstruos amables. En ciertas circunstancias, esos seres que producen burla se convierten en “nuestros indígenas”, algo así como una propiedad privada y decorativa, una figura viviente de museo, atractiva para fotografías, videos y vallas publicitarias en aeropuertos. “Nuestros indígenas” permiten que nos convirtamos en antropólogos del siglo XIX, sus culturas son motivo de curiosidad o disfrute. En esta versión de la historia, el monstruo no deja de ser inferior, pero es un monstruo de peluche, se vuelve cosa de orgullo, se lo puede folclorizar, infantilizar y mistificar.

Cuando el racismo crea estos “monstruos amables”, la persona indígena deja de tener los conflictos que millones de personas insertas en un contexto capitalista tienen. No viven serios problemas de pobreza y supervivencia, no son seres involucrados en la modernidad. Son más bien seres puros, sonrientes y, eso sí, muy naturales, lo más alejados (en lo bueno y en lo malo) a la ciudad moderna.

Sin embargo, las protestas de 2019 y 2022 en Ecuador permitieron al Gobierno y la prensa construir una nueva etapa del monstruo creado por el racismo. No solo que se ha acudido al repetidísimo discurso de que las y los indígenas protestan porque son manipulados, que es gente que viaja kilómetros sin saber las razones y muere sin motivos (porque son monstruos y autómatas). Sino que se aprovechó para ponerle garras y dientes al monstruo. El ser que antes producía risa o condescendencia, ahora quiere pulverizarnos y devorarnos.

En el contexto de las protestas sociales, el discurso del Gobierno y la prensa ha sido claro. Existen tres actores en conflicto. Primero está el Gobierno, del cual el cuento racista nos dice que tiene errores, pero buenas intenciones, que busca siempre hacer lo mejor. En segundo lugar está la ciudadanía, ecuatorianas y ecuatorianos que buscan vivir en paz, que quieren esforzarse cada día para hacer un país mejor. No importa que los unos ganen 50 veces más dinero que los otros, que unos tengan privilegios que otros no serían capaces de soñar. No importa que los unos sean dueños del país y los otros sean la romantización de la pobreza. En el cuento racista, toda la ciudadanía es igual.

El tercer actor es el monstruo, la población indígena, aquella que, para los grandes medios de comunicación, no es ni Gobierno ni ciudadanía. El monstruo que han fabricado es otra cosa, una masa terrible e iracunda, que quiere destruir la ciudad, destruir la propiedad privada y violentar a todo aquel que se les atraviese. Todo esto sin el menor razonamiento, porque el monstruo es incapaz de comprender nada, no se da cuenta que lo que quiere ya le fue entregado o que ya casi se resuelve. En el nuevo cuento racista, el indígena da miedo.

Este monstruo devorador viene de afuera, no es de las ciudades, viene de las montañas, de los rincones oscuros, habla una lengua desconocida, habla de territorios que no sabíamos que existían porque no aparecen en televisión. El monstruo violento no es ciudadano, porque el ciudadano trabaja y el monstruo lo impide. El ciudadano quiere paz, pero el monstruo solo entiende de golpes. El ciudadano es amor, el monstruo odia todo. El ciudadano marcha en paz y felicita a los policías por su trabajo, el monstruo quiere sangre.

Para que el cuento racista tenga un final feliz, Gobierno y ciudadanía deben luchar juntos y matar al monstruo. Un buen ciudadano o una buena ciudadana, piden la cabeza del monstruo, incitan a la policía y el ejército para que sean más fuertes, más letales, más gas, más golpe, menos piedad.

El cuento racista ha dado buenos resultados en la mente desorientada de mucha gente. Ahora tienen un argumento nuevo para cubrir su odio. Pueden pregonar a los cuatro vientos que no rechazan a nadie por su color de piel, o por su forma de hablar o vestir, o porque les parezca un recuerdo indeseable que se han esforzado por negar y anular. Lo que odian en verdad es la violencia. El cuento del monstruo le ha permitido al racista tener una epifanía, resulta que no es racista, sino un pacifista al que, de vez en cuando, no le importaría matar por la paz.   

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